Mientras los otros tres trabajaban en el campo, Osun era el encargado de cuidar la casa y darle cuentas al padre de todo lo que allí sucedía.
Ogún, que era el más consentido de los cuatro, pues era el que más trabajaba, se enamoró perdidamente de Yemú, su madre. Tanta fue su insistencia que la pobre mujer terminó accediendo a las solicitudes del hijo.
Eleguá, que era muy despierto, se dio cuenta de lo que estaba sucediendo y se lo contó a Osun.
Ogún quiso vengarse. Empezó a darle poca comida a Eleguá y a servir abundantemente a Osun, para que se durmiera después del almuerzo, justamente el tiempo que él aprovechaba con la madre.
Viendo que nada le daba resultado con Eleguá, terminó botándolo de la casa, pero Eleguá esperó a su padre en el camino y le contó todo lo que sucedía.
Al día siguiente, Obatalá hizo como si fuera a trabajar pero se quedó escondido cerca de la casa. Cuando vio que su hijo Ogún cerraba la puerta después del almuerzo, fue y tocó con el bastón. Yemú, muy asustada, recriminó al libertino Ogún que abrió la puerta y le dijo al padre:
–No me maldiga, Babá. Yo mismo me impondré mi castigo. Trabajaré día y noche mientras el mundo sea mundo.
–Ogún –dijo el ultrajado padre–, así será y sal de esta casa para siempre.