Olofin
estaba disgustado con todos los pobladores de la Tierra porque ellos lo
habían olvidado. Por eso les quitó la lluvia. Con tan prolongada sequía
se morían los animales, se secaban las siembras y no había casi agua que
tomar.
Viendo el giro tan desagradable que tomaban las cosas en
el planeta, los orishas a quienes Olofin había entregado el cuidado del
mundo, se reunieron y a proposición de Shangó decidieron enviar a Yemayá para que fuera a ver a Olofin y le suplicara su perdón.
Yemayá
emprendió el camino de la montaña donde Olofin tiene su palacio. Pasó
mucho trabajo ascendiendo por la angosta senda por la que hubo de
caminar varios días, pero al fin llegó.
Tenía tanta sed que, al
llegar a los jardines, no pudo resistir más y se arrodilló a tomar agua
en un charco pestilente que allí encontró.
Mientras tanto Olofin,
que había salido a dar su paseo matinal, vio desde lejos que alguien se
había atrevido a perturbar su tranquilidad. Al acercarse para ver quién
era el intruso, se quedó perplejo al encontrarse con Yemayá que tragaba
ansiosa el agua sucia del charco. Fue tanta la compasión, que le dijo
que se levantara, que perdonaba a los hombres gracias a ese acto de ella
y que les mandaría el agua poco a poco, para que no hubiera daños. Por
eso es que hay que darle agua a los santos cuando vienen.