Oyá había salido como todas las mañanas a la Plaza a poner su venta de
frutas, todas ellas frescas, como se las había dado su padre Olofi, para
que las llevara al mercado. Como de costumbre llegó temprano y comenzó a
pregonar sus mercancías. Cantaba con una voz tan dulce y acariciadora
que hacía que todos vinieran a comprarle sus productos.Oyá era una negra
muy linda, alta, de grandes ojos, cuerpo bien proporcionado, sus pechos
desnudos y erectos, y una piel tersa que le brillaba bajo los rayos del
Sol.
Al lado del puesto de Oyá, tenía Oggún su herrería y estaba
perdidamente enamorado de la muchacha. Ese día había decidido
declararle su amor y para esto decidió hacerle una corona con rayos de
hierro, al terminar el día había confeccionado la corona más hermosa que
jamás se hubiera visto, adornada con siete rayos de hierro.Shangó que
por aquella época aún era adivino, vio lo que estaba haciendo Oggún, fue
a la Plaza y le contó todo a Oyá, mientras le declaraba su amor,
diciéndole que su problema era que como estaba tan pobre no se atrevía a
decirle nada, pues todo lo que poseía eran siete caracoles de adivinar y
seis otanes rojos que tenía desde que era un niño.
Oyá le
respondió que ella también lo amaba a él, que no le importaba que fuera
un hombre pobre. Le dijo que esa misma noche fuera adonde estaba su
padre Olofi a pedir su bendición, para que este les diera su ashé y así
poder tener muchos hijos. Shangó se marchó contento, hasta la Palma Real
donde vivía con su hermana Dadá y se preparó para esa misma noche ir a
visitar a Olofi y pedirle a su hija en matrimonio. Oggún que estaba en
las cercanías lo había escuchado todo y se puso como un loco por los
celos, diciéndose que él no iba a permitir que un muerto de hambre como
Shangó viniera a quitarle la mujer que él amaba, la cual convertiría en
su obiní de todas formas. Cerró su herrería y se fue a casa de un
quimbinsero, a quien le pidió consejos para resolver la situación. Este
le pidió un adá, dos malú, veintiuna hierbas y ciento un palos,
diciéndole que se fuera tranquilo a su casa que esa noche Shangó no iba a
poder asistir a la casa de Olofi.
Tan pronto Oggún le
entregó al quimbinsero todo lo que le había pedido, éste se dirigió al
lugar donde vivía Shangó, llevando un machete embrujado en la mano,
tocando cuatro veces en la puerta. Salió Shangó a contestar y al ver al
quimbinsero le preguntó: «,iQué quiere en mi casa? Este le respondió:
«Vengo a hacerte un favor muy grande.» «,Tú, favores a mí?», lo increpó
Shangó. El quimbinsero le respondió: «Sí, yo mismo, he venido a decirte
que Oggún fue a yerme
para que te hiciera una hechicería y no te
puedas casar con Oyá.» Shangó sospechando una traición, le preguntó: «,Y
por qué me lo has venido a contar?» Pues porque Oggún sólo me ha dado
un pollo flaco, pero si tú me haces un favor que necesito y me das más
que Oggún, Oyá será tuya.»
Shangó seguía desconfiado, pero más
pudo el amor que latía en su corazón, que su cabeza y sin volver a
reflexionar le preguntó al quimbisero qué tenía que hacer. El viejo le
dijo: «Necesito que vayas al monte y me traigas estas hierbas y palos
que necesito para hacer mis trabajos,
pero debes cortarlos con este machete.»
Sin
volverlo a pensar, Shangó cogió el machete y se dirigió hacia el monte,
tan pronto se internó un poco, levantó el machete para cortar unos
palos y éste se convirtió en madera, mientras todo el bosque se
ennegreció completamente. Shangó que era un hombre que no le temía a
nada, se paró y gritó.
Nadie le contestó, pero los árboles y
bejucos avanzaban hacia él con malas intenciones. Sin amilanarse, Shangó
cogió el machete convertido en palo y arremetió con todas sus fuerzas
contra las ramas y arbustos que querían cercarlo. Sudaba copiosamente, a
veces le fallaban las fuerzas, pero mientras más le cerraban el camino,
con más fuerza golpeaba. Así transcurrieron muchas horas de constante
batalla, hasta que logró llegar a un lugar por donde pasaba un
arroyuelo.
Al llegar aquí las ramas quedaron un poco detrás y
Shangó sin pensarlo dos veces se lanzó a las aguas, bebiendo
abundantemente y lavándose las heridas. Nadó un largo trecho, hasta
llegar a un lugar en que había tranquilidad. Al salir del agua para
descansar, sintió una voz de mujer que le hablaba desde el centro del
arroyo y le decía: «Yo soy la dueña de las aguas que te han salvado la
vida, mi nombre es Oshún. A cambio de lo que he hecho, tu tendrás que
salvar otra vida. Camina siempre hacia el sur y hallarás tu destino.»
Shangó
se incorporó y vio un pequeño camino que se dirigía hacia el sur y sin
vacilar tomó por él. No había caminado mucho, cuando le pareció sentir
una voz que se quejaba lastimosamente. Se detuvo para poder escuchar
mejor y orientarse, y ya no le cupo dudas de que alguien delante de él
estaba solicitando ayuda. Apresuró el paso y a los pocos minutos se
encontró frente a un hombre aparentemente malherido. Se le acercó y al
voltearlo vio cómo le faltaban la pierna y el brazo izquierdos, desde
hacía tiempo, sobre la ceja izquierda le sangraba una herida profunda
que no le permitía ver el ojo. Lo recostó contra una ceiba y tomando una
güira que había cerca, preparó una cataplasma a base de hierbas frescas
y savia de bejucos, poniéndosela sobre las heridas con la ayuda de una
hoja de plátano. Shangó se sentó al lado del hombre cambiando a--cada
rato la cura, hasta que el hombre se recuperó y al verlo le preguntó:
«Quién eres tú?» «Yo soy Shangó», le respondió éste. El hombre
sorprendido le volvió a preguntar; «Qué haces aquí?» Shangó le contestó:
«Yo soy Shangó y te he encontrado en el medio de este camino en con-
diciones bastante malas. Cuéntame, ¿qué fue lo que te pasó?» El hombre
le respondió: «Yo vivo en estas selvas, en todo este monte, desde que
tengo uso de razón siempre he vivido aquí. Como vivo encaramado en los
árboles, a veces me caigo cuando me quedo dormido y parece que esta vez
me sucedió lo mismo.»
Shangó
no le quitaba la vista de las otras partes del cuerpo que le faltaban
al hombre y éste que se dio cuenta le dijo: «No te extrañes tanto, yo
tengo un sueño bastante profundo. En cuanto a la pierna y al brazo que
me faltan, te haré la historia en otra oportunidad, pero dime: ¿qué me
pusistes sobre el ojo que me ha cerrado la herida?» Shangó le contestó:
«Recogí
unas hierbas, las puse dentro de este güiro, las mezclé bien y las
envolví con hojas de plátano para colocártelas en las parte enferma.» El
hombre agradecido le dijo: «Aunque muchos hombre vienen a mis dominios a
coger todo lo que necesitan, tú eres el primero que me ayudas, por lo
que te estoy muy agradecido. ¿Dime qué puedo hacer por ti?»
Shangó
le hizo el relato de todo lo que le había ocurrido y al terminar el
hombre le dijo así: «Mi nombre es Ozaín, yo soy el dueño del monte, de
todo lo que aquí crece y vive, y de todo lo que en él veas. Vine al
mundo por mandato de Olodumare y tengo su ashé. Quien necesita de mí,
aquí me tiene, pero a partir de este momento, tú serás el primero a
quien yo sirva, para venir a mí, tendrán que contar contigo. Como todo
lo que es de madera, o de palos, es mío, el machete embrujado que te
dieron, con el que peleaste, seguirá siendo de madera para ti, todos los
instrumentos que necesites para trabajar hazlos siempre de madera,
porque el hierro que es de Oggún, es tu enemigo y no puedes tocarlo.
Coge el güiro con que me curaste y para que más nunca te engañen y sepas
lo que traman tus enemigos, todas las mañanas te haces una cruz con las
aguas y hierbas que tiene adentro, sobre la lengua, manos y ojos. No
permitas que nadie lo toque o lo destape, pues él y los secretos que
contiene son sólo tuyos.» Alzó su mano y tomó un loro que estaba posado
sobre una rama y continuó: «Toma este loro, ponlo encima del güiro y él
te indicará el camino de regreso a tu pueblo. Recuerda que sólo tú
puedes destapar el güiro, cualquiera que lo haga sin tu permiso ha de
sufrir el castigo de la candela. Vete en paz, con mi bendición y mi
ashé. De ahora en adelante yo seré tu Padrino y mi casa es tu casa.»
Shangó
cogió el camino de regreso guiado por el loro y al llegar a su ilé le
preguntó a su hermana Dadá por los acontecimientos de los días que había
estado perdido por el monte.
Entre otras cosas ésta le dio
la noticia de que Olofi le había entregado a Oggún su hija Oyá, como
esposa y que éste pasaba el tiempo vanagloriándose de haberlo engañado y
ganado la pelea por el amor de Oyá. Shangó al oír esto se enfureció y
dijo: «Oyá ha de ser mía y Oggún más nunca me ganará una guerra.» A lo
que Dadá le respondió: Kabiosile Shangó, kabio sile.
Es por
eso que cuando truena decimos: «Clueco osí Ozaín», porque la llama es el
relámpago y el trueno es la voz de Shangó, que cuando grita todo
tiembla, eso es «Guotiloni soró allá». Según grita, así es de grande.