Así sucedió varias veces,
hasta que un día Oshún se ofreció para ir a buscar al adivino.
Se apareció de visita en la casa del babalawo, y como de conversación en
conversación se le hizo tarde, le pidió que la dejara dormir en su cama aquella
noche.
Por la mañana, se despertó muy temprano y puso el ékuele y el iyefá en su
pañuelo.
Cuando el babalawo se despertó y tomó el desayuno que le había preparado Oshún,
ella le anunció que ya se tenía que marchar.
Pero el hombre se había
prendado de la hermosa mulata y consintió en acompañarla un trecho del camino.
Caminando y conversando con la seductora mujer, ambos llegaron a un río.
Allí el babalawo le dijo
que no podía continuar, pues cruzar debía consultar con el ékuele para saber si
debía hacerlo o no.
Entonces Qshún le enseñó
lo que había traído en el pañuelo y el adivino, ya completamente convencido de
que debía seguir a la diosa, pudo cruzar el río y llegar hasta el palacio del
rey que lo esperaba impacientemente.
El rey, que desde hacía mucho estaba preocupado por las actividades de sus
enemigos políticos, quería preguntar si habría guerra o no en su país, y en
caso de haberla, quién sería el vencedor y cómo podría identificar a los que le
eran leales.
El adivino tiró el ékuele y le dijo al rey que debía ofrendar dos eyelé y oú.
Luego de limpiarlo con las
palomas, fue a la torre más alta del palacio y regó el algodón en pequeños
pedazos; finalmente le dijo que no tendría problemas, porque saldría victorioso
de la guerra civil que se avecinaba, pero que debía fijarse en todos sus
súbditos, pues aquellos que tenían algodón en la cabeza le eran fieles.
De esta manera Obegueño, que así se llamaba el rey, gobernó en aquel país hasta
el día de su muerte.